El último Reno

Nos gusta pensar que la inteligencia nos separa del resto de las especies. Que la racionalidad, la planificación, la empatía o la conciencia ecológica son cualidades humanas superiores. Sin embargo, la evidencia se empecina en mostrarnos lo contrario. Porque lo que llamamos progreso no ha sido otra cosa que una sofisticación del impulso más básico: consumir, dominar, reproducirse y apropiarse del entorno sin contemplaciones. Estamos actuando como animales. Pero no como animales reales, sino como una caricatura distorsionada del instinto: sin regulación, sin necesidad, sin límite.

El problema no es el instinto. Ninguna especie caza más de lo que necesita, contamina el agua que bebe o destruye su propio refugio por capricho. Eso es patrimonio exclusivo del ser humano moderno, que ya ni siquiera opera desde la supervivencia, sino desde el deseo permanente de acumular, extraer, poseer y renovar artificialmente su carencia.

Nos estamos convirtiendo en animales, sí. Pero en una versión descompensada, hiperdopaminada y desconectada del ciclo vital. Una especie que ha roto el vínculo entre necesidad y consumo, entre límite y deseo, entre territorio y pertenencia. Y lo ha sustituido por una lógica de agotamiento: del suelo, del aire, del cuerpo, del otro.

Actuamos como si el planeta fuera un supermercado infinito abierto las 24 horas. Nos comportamos como si cada recurso estuviera ahí para satisfacer una pulsión, sin consecuencia ni contexto. Las selvas se convierten en muebles, los ríos en canales residuales, los océanos en depósitos de plástico, los animales en cifras, y los humanos, en mano de obra desechable. Todo se reduce a mercancía. Incluso el futuro.

Y lo más perturbador es que todo esto ocurre no porque hayamos perdido la razón, sino porque la hemos puesto al servicio del instinto. No es un retroceso biológico, es una perversión racional: tenemos la capacidad de prever el colapso, pero preferimos diseñar modelos de negocio alrededor de él.

Los glaciares se derriten, los bosques desaparecen, las especies se extinguen, las temperaturas rompen récords históricos… pero el consumo sigue. La máquina no se detiene. Las alertas se ignoran, se posponen. Se invierten millones en adaptar las consecuencias, pero casi nada en prevenir las causas. Por eso no se trata de volvernos animales. Eso sería, de hecho, más sensato. Un animal auténtico no destruye su fuente de vida. Un lobo no acapara presas. Un cuervo no arrasa nidos ajenos por ambición. Una hiena no privatiza el agua. Somos una especie que ha usado la razón para justificar lo que ningún instinto permitiría. Y si la inteligencia no sirve para preservar la vida, entonces no estamos evolucionando. Estamos calculando nuestra desaparición con mucha torpeza.

Los nenets, habitantes de las vastas regiones heladas del norte siberiano, contaban que si el último reno desaparecía, el mundo colapsaría. No se trataba de un presagio espiritual ni de una exageración narrativa. El reno era, literalmente, el vínculo entre la tierra, el hielo y la vida. Su desaparición no significaba una tragedia aislada, sino el quiebre de un sistema entero: rutas migratorias sin referente, estaciones desordenadas, alimentación inestable, memoria cultural fragmentada.

El reno no era una metáfora. Era equilibrio en movimiento.

Pero el equilibrio no interesó demasiado. Lo cazaron sin medida. Lo encerraron. Lo mercantilizaron. El hielo empezó a romperse antes de tiempo. Las rutas se borraron. Los renos dejaron de volver. Y la humanidad, fiel a su estilo, transformó el desajuste en oportunidad de explotación.

Hoy, el Último Reno ha dejado de existir, y lo verdaderamente trágico no es su desaparición física, sino la indiferencia generalizada frente a su ausencia, como si su rol simbólico y ecológico pudiera ser sustituido por algún plan estratégico o compensado con una narrativa institucional. La humanidad, lejos de asumir esa pérdida como un límite irreversible, se entretiene diseñando soluciones adaptativas para un mundo que ya no responde a sus ciclos naturales, fabricando sostenibilidad desde despachos cuidadosamente climatizados, sin percibir que la base misma de ese equilibrio —el hielo ancestral, la migración animal, la temporalidad biológica— se ha disuelto hasta convertirse en una sustancia inútil: agua sin contexto, sin función y, sobre todo, sin memoria.El Último Reno no era solo un animal. Era una advertencia.. Y la ignoramos como ignoramos todo lo que no se puede monetizar.


No hay animal más peligroso que uno que ha aprendido a ignorar su propio límite.

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Ale White

Mi Biografía sigue y seguirá en construcción, pero hasta el momento, destaco mi amor por los libros, el conocimiento, las palabras y las conversaciones profundas. Me formé como Ingeniero civil Industrial, con posgrado en Marketing; Diseño industrial y me certifique como Coaching Ejecutivo. Además de formaciones en neurociencia aplicada y escritura creativa, entre otros.

https://www.elgranolvido.com
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