¿Mejor malo conocido…?

…que bueno por conocer?

Vivimos rodeados de frases que no cuestionamos, que repetimos como conjuros heredados, como si fueran verdades naturales y no estructuras que sostienen nuestra parálisis. Una de las más insidiosas —por su aparente inocencia y su profunda raíz— es aquella que dice “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Suena prudente, casi maternal, protectora, como una invitación a no arriesgar, a no desear demasiado, a no cambiar el dolor por el abismo. Pero debajo de esa calma domesticada se esconde una trampa: la normalización de lo que duele, la fidelidad al sufrimiento aprendido, la lealtad inconsciente al trauma disfrazada de sabiduría cultural.

A fuerza de repetir esta idea, generación tras generación, hemos confundido estabilidad con una aparente seguridad en lo conocido. Nos han enseñado que hay algo digno en soportar, en aguantar lo que no funciona, en adaptarse al miedo como si fuera parte de la naturaleza humana. Y cuando la costumbre se convierte en consuelo, cualquier intento de transformación se vive como amenaza.

Esta creencia no solo opera en la vida íntima. También organiza la historia de los pueblos. Las guerras, los odios entre comunidades, la memoria construida en base a enemigos, no nacen de una verdad esencial, sino de una programación reiterada, de un relato transmitido de padres a hijos, de libros escolares, de silencios familiares. Nos han hecho creer que hay otros que amenazan lo que somos, que el pasado exige venganza, que nuestras fronteras están en peligro, que lo diferente debe corregirse o eliminarse. Y así, como si fuera inevitable, repetimos la historia de un pueblo contra otro, de una religión contra otra, de una idea contra otra, sin detenernos a pensar que quizás lo que perpetuamos es una herencia enferma y tóxica.

Las creencias que no revisamos se nos incrustan como raíces invisibles. Se vuelven parte de nuestro cuerpo, de nuestro lenguaje, de nuestras decisiones. Y lo más peligroso es que, con el tiempo, ya no las distinguimos de nuestra propia voz. Actuamos en nombre de lo aprendido sin saber que hemos dejado de ser sujetos de nuestras elecciones. Así se transmite el cáncer cultural: no como una explosión violenta, sino como una continuidad aparentemente inocente. Y de pronto, lo dañino se vuelve tradición.

Salir de ese círculo exige un tipo de valentía que no se enseña en las escuelas ni se hereda en los hogares. Exige detenerse, dudar, desobedecer internamente, imaginar otra posibilidad que no esté garantizada por la experiencia, sino por la intuición de que el amor —el verdadero— no puede nacer del miedo, ni la paz de la costumbre, ni la justicia de la repetición narrativa.

Seguimos eligiendo lo conocido. Porque cambiar, en el fondo, es un duelo. Y porque hay una parte de nosotros —programada, fatigada, heredada— que teme más al vacío de lo nuevo que al peso de lo que ya no sirve. Pero si no desmontamos esas creencias, si no dejamos de justificarlas como prudencia o identidad, seguiremos reproduciendo las mismas heridas con nombres distintos.

¿Qué tipo de mundo podremos construir encima? ¿Qué clase de memoria van a habitar los niños que hoy crecen entre escombros, entre cuerpos cubiertos con mantas, entre palabras que ya no alcanzan para explicar lo que no tiene explicación? En Gaza, no están solo matando niños. Están dejando vivos a miles que cargarán una infancia imposible, desmembrada, atravesada por la pérdida, por el hambre, por la visión repetida de la muerte como única rutina.

¿Quién podrá hablar de futuro cuando lo que se siembra es terror? ¿Qué tipo de humanidad heredarán quienes hoy aprenden a caminar entre bombas, a dormir sin certezas, a jugar sin hermanos? El suelo de la infancia debería ser abrigo, descubrimiento, imaginación, pero cuando ese suelo se convierte en polvo, en grito, en trauma que no encuentra lenguaje, lo que florece no es vida, sino rabia, exilio interior, desconexión con un mismo y con la vida en todas sus formas.

Será repetición. Será herida heredada. Será otro ciclo de horror que fingiremos no haber visto venir, pero que, tarde o temprano, nos alcanzará.

Ale White

Mi Biografía sigue y seguirá en construcción, pero hasta el momento, destaco mi amor por los libros, el conocimiento, las palabras y las conversaciones profundas. Me formé como Ingeniero civil Industrial, con posgrado en Marketing; Diseño industrial y me certifique como Coaching Ejecutivo. Además de formaciones en neurociencia aplicada y escritura creativa, entre otros.

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